Últimos Premios Chéveres

 

premio maria carreiro 

Por Bárbara Gil.

Por Bárbara Gil.

Nadando en vertical (relato premiado en el I Certamen María Carreira)

Tenías que ver que bien he doblado hoy las sábanas, las esquinas pegadas como debe ser, así, la una sobre la otra. Ni una arruga. Te lo habré explicado mil veces, pero contigo no hay manera,  que se hace así, primero la extiendes en la cama, y que no agarres el centro con la boca para intentar juntar los extremos, qué no eres tan largo ¿Cuántas veces te expliqué cómo hacerlo?

Me cago quien esté tocando la puerta, en la madre que lo parió, y en todos mis vecinos.

-¡Ya voy!

Ni escribir una carta puedo. ¿Qué necesidad hay de hacer tanto ruido? Le voy a aporrear yo la cabeza, ¡que ya voy!  Le sacan a una lo peor de si misma.

-¿Qué te pasa? ¿Te aporreo yo a ti la cabeza? Que no estoy sorda.

Elenita tenía que ser, la pesada del tercero. Menudas pintas de…

-¡Quiere matarme! -me grita desde el pasillo-: Mi novio se ha vuelto loco, y quiere matarme.

-Pues igual nos hace un favor a todos -le digo-. Es la una de la madrugada, ¿sabes?

Y que no me ponga cara de putita frustrada que no la voy a dejar pasar. Sólo es una niña, y ya viste así. Mas de veinte no tiene.

-No creo que me quieras robar, sé donde vives -le digo.

Me estoy volviendo blanda, no sé por qué la estoy dejando entrar si me acabo de decir que no lo haría.

-¡Cierra el pestillo, por favor!

Y en el fondo ya lo sé, que por la caridad entra la peste. Qué se habrá creído esta mocosa.

-¿Has llamado a la policía? -le pregunto.

-¿Estás loca? Es mi novio, no quiero que lo detengan.

Ala. Como Pedro por su casa, no espera ni a que le diga que pase al salón. Debería haberla dejado fuera, y si su novio quiere pegarle pues que le zurre, así deja de molestar a los vecinos: y que arreglen sus problemas, que la gente hoy día ya no aguanta nada. Que se quiere quedar a dormir aquí eso ya lo sé yo, solo hay que verle la cara, como mira las sábanas y el sofá. Joder. Con lo que me ha costado doblarlas así.

-Cuesta creer que tu novio quiera romperte la cara -le digo-. Se os ve muy enamorados, siempre abrazaditos.

Elenita. ¿Te acuerdas de ella? La de la pequita en el centro de la nariz. No veas cómo ha crecido. Sus padres la palmaron en un accidente de tráfico, pero eso fue después, cuando tú ya te habías ido, hace ya mucho: diez años, dos meses y cuarenta días. Ya sabes que el padre le daba al frasco. No se portó bien con ella, eso dicen todos, por eso la niña dejó que entrara en su casa ese mamarracho que dice que es su novio, y ahora no tiene forma de sacarlo. Pobre niña tonta. Así funcionan las cosas, a la gente le gusta sufrir. Seguro que tú le hubieras dado conversación. Carlos el solidario. Pues yo le he dado tu pijama y la he dejado durmiendo en nuestra habitación. En la de invitados he puesto las sábanas limpias, recién planchadas. No quiero que las ensucie, a saber qué trae. Yo, total, no duermo casi, y además quiero vigilarla porque no me fío. Ya sé que tú te fías de todo el mundo, pero yo no. No me importa, muchos días duermo en el sofá, así, solo con la bata, sin nada debajo, ¿Sabes? Suelo acordarme de cómo tirabas del cordón, con suavidad. Te imagino ahora, dejando que se deslice hasta deshacer el nudo y cuando la bata cae, me miras, miras todo mi cuerpo como si fuera lo único que quieres ver en este mundo, con esos ojos color miel que arden, y luego te imagino cubriéndome entera, aquí mismo, en este sofá. Mi hermana quiso regalarme el suyo hace poco. Es  verdad, no te lo he dicho: se ha mudado. Ella y Fran se han ido a vivir a Mallorca, al sol, que “aquí en Madrid hace frío” dice la muy jodida, ella, que tiene pasta para aburrir. Bueno, ya sabes cómo es, la conoces muy bien, aunque creo que no te esforzaste nunca lo suficiente en conocer a mi familia. Yo en cambio sabía hasta la talla de camiseta de tu sobrino, ese larguirucho que se fue a Estados Unidos a jugar a baloncesto. Se lo digo a la de la charcutería, que no me cree, que yo conozco a ese chaval, al que sale en la tele, el Gassol ese. Pero ésa es que no tiene idea de nada. Lo único que sabe hacer bien es cortar los filetes finos, así, como me gustan a mí, por eso la aguanto que sino…

-Tienes una pecera vacía.

A esta niña no han debido enseñarle a no interrumpir cuando alguien está ocupado. Cómo si no le bastara con quedarse en mi casa. Ahora encima querrá que le dé palique. No le queda mal el pijama. A algunas mujeres les sienta bien la ropa de hombre. Esta no tiene curvas ni nada, pero le sienta bien. Seguro que no puede dormir pensando en el tarugo que la quiere matar.

-Sí, está vacía, y ¿qué? ¿A ti qué te pasa? ¿No puedes dormir?

-¿A quién escribes?

Mejor si me guardo la carta en el bolsillo, ésta es capaz de quitármela solo para cotillear. Con esa cara de mosquita muerta.

-No es asunto tuyo.

-Yo puedo traerte tierra -se ofrece.

-¿Para enterrarme? Solo tengo cuarenta años, niña.

-Para la pecera -me explica-, así le das uso: la puedes usar como maceta.

-Me gusta tal y como está.

Y a mis uñas también les gusta. Les gusta la dureza del cristal de la pecera al tamborilear con ellas, el cosquilleo electrizante que llega hasta la raíz, esos latigazos que vibran en mis dedos, con un dolor musical, placentero. A la chica no deben gustarle, por eso me mira así, mordiéndose el labio, y encogiendo los ojillos, que ya sé que le da grima. Pero yo me regocijo, me recreo en el sonido del vacío de la pecera.

-¿Puedes dejar de hacer eso, por favor?

Y paro solo porque ella me lo pide con educación. Otros días puedo pasarme horas tamborileando en la pecera.

-Eres un poco maniática, ¿no crees? -le digo.

Abre mucho los ojos, como si no se lo esperase. Los tiene grandes y redondos como Google. Porque me recuerda a Google. El pobre Google. La chica baja la cabeza al suelo, sin aguantar mi mirada, y se sienta en el sofá del rincón.

-Le estaba haciendo una mamada.

Me lo suelta así, sin más, y se agarra las manos, se las lleva a la boca en un gesto de vergüenza que yo no sé si creerme, tapándose la mitad del rostro y en sus ojos se avecinan lágrimas.

-No me dejó terminar.

-¿Tan mal lo haces? -le pregunto, y una voz en mi interior me dice que soy mala, pero me da placer torturarla-: A mí eso nunca me ha pasado.

A nadie he querido tanto como a ti. Te abría la puerta desnuda y te bajaba los pantalones, me arrodillaba, te quitaba todo el estrés del trabajo según entrabas, y lo único que te pedía a cambio es que doblaras bien las sábanas, así, como me gusta a mí, que usaras el cepillo de las uñas en lugar de lavarte las manos solo con jabón, y que cuando dieras de comer a Google y a Lola usaras un palillo. Nada más. No es tan difícil dar de comer con palillos a unos peces.

-Me llamó puta.

Le miro el escote del pijama, y ella parece que va a decir algo más pero se calla. Al rato se abrocha el botón. No me gusta fumar en casa, pero me enciendo un cigarro. No por nada, simplemente, me apetece. Le ofrezco uno a la chica, pero parece que no fuma.

-¿Le pones los cuernos?

-No.

-Entonces no tiene derecho a llamarte puta, a no ser que la chupes realmente mal.

Se pone a llorar, ya estaba tardando. Apago el cigarro, abro la ventana y tiro la colilla para que no se quede el olor en casa. Luego acarició de nuevo la pecera, pero la chica me mira de reojo y dejo de hacerlo.

-Tienes un pelo muy bonito -le digo-. Si quieres te lo puedo rizar. Tengo unas planchas de esas que se han puesto ahora de moda, las que te hacen el rizo en el momento. Trabajo en una peluquería.

Se ríe y se sorbe los mocos. Es bonita, si la miras bien.

-La última vez que intenté rizármelo yo sola, me achicharré un mechón así de grande -me dice abriendo el pulgar y el índice todo lo que puede.

Con las uñas me adentro en su cabellera, las hago avanzar como arañas escalofriantes, e imagino lo que siente. Elena se deja llevar, sin saber por dónde van a moverse las yemas de mis dedos todavía frías por el contacto con el cristal de la pecera. Acaricio el lóbulo de su oreja, de abajo a arriba, y las arañas de cristal trepan de nuevo por su cabeza, entre su pelo, extrayéndole un suspiro de placer. Se juntan al final de la nuca, y recojo su pelo con un giro de mi muñeca.

Las cosas estaban empezando a ir bien entre nosotros. Hasta el día que me dejaste, el día  que te dije que Google estaba nadando en vertical, y que esa no era vida para unos peces, que no se puede estar todo el día dando vueltas alrededor de una pecera. Debían tener la espina dorsal curvada de tanto girar sobre si mismos y por eso Google se había puesto a nadar en vertical. Lo intento, pero no puedo olvidar cómo agarraste la pecera, solo me dio tiempo a ver dos manchas blancas y naranjas agitándose en el agua antes de que la volcaras, y los tiraras por el water. Cómo si nunca te hubieran importado. Cuando llegué al baño ya habías tirado de la cadena ¿Qué te pasó? El agua hacía remolinos, los dos puntos naranjas giraron, dos segundos, y luego, solo el remolino.

Agarro toda la melena de la chica y la muevo entre mis dedos haciendo círculos, apretándola más fuerte, enrollando su pelo, retorciéndolo concéntricamente sobre su cabeza.

“¿Eso es lo que quieres? ¡Qué sean libres!”, me gritaste. Me lo escupiste en la cara: “¿No te parecen felices? ¡Pues ya no van a sufrir más!” El remolino, sus dos siluetas naranjas, y luego nada.

Me haces daño, pero yo estiro aún más del pelo, lo retuerzo y tiro de él, como intentando recuperar algo, tiro de él hacia arriba. Me haces daño. El pelo se escurre de mis manos de un tirón.

-¡Que me haces daño!

Elena me mira y se rasca la cabeza.

-Perdona, pensé que te gustaría -me excuso-, es un método chino para extraer la tensión.

-Yo no estoy tensa -me dice mientras se levanta de la butaca.

-¿Ves? Ya no piensas en ese hijo de puta.

-Tal vez debería irme -dice la chica, y empieza a recoger sus cosas.

No pude volver a tirar de la cadena durante semanas. Desde que me dejaste, el ruido de la bomba me pinchaba en los oídos como una aguja, durante horas, como una aguja fina, larga, que me rascaba dentro, centrifugándome el cráneo, y no me dejaba dormir: avanzaba desde las sienes hasta dentro de la cabeza, y luego bajaba a la garganta, así, como por una tubería,  y  por mucho que yo apretara  la lengua contra el paladar y tragase saliva, su pincho serpenteaba con crueldad hasta mi estómago. Al final tuve que tirar de la cadena porque aquello no podía ser.

-¿Nunca has estado casada? -me pregunta la chica cuando ya está junto a la puerta.

-Sí, lo estuve.

-¿Y qué pasó?

-El amor se fue.

-¿Cuándo?

-Un día.

-¿Cómo se va el amor así, de un día para otro? -me pregunta, y enseguida insiste-: ¡¿Cómo?!

-El mío se fue por el retrete -le digo.

Se queda un rato mirando hacia el baño, y luego a la pecera. Y luego a los muebles de la entrada. Lo mira todo. Y yo no sé qué hacer mientras ella sigue ahí quieta. Retuerzo la carta que sigue en el bolsillo, luego juego con el cordón de la bata y aprieto el nudo y aunque empiezo a sentir frío no cierro la ventana. En cambio, voy a la cocina y vuelvo con un vaso de leche caliente, pensando que a lo mejor Elena se ha ido, pero sigue ahí, junto a la puerta.

-¿Es tu marido? El de la foto -me pregunta, y sin esperar mi respuesta sigue hablando-: Parece simpático.

Se me queda mirando, como tonta.

-Se te ha caído el vaso -me dice.

-Los hacen así de resbaladizos adrede, para que tengamos que comprar más -le contesto.

Las dos seguimos paradas en el recibidor. Yo no me muevo para recoger los cristales, solo espero a que ella se vaya. Ojalá que no tarde mucho más. Ahora que lo pienso, todavía me quedan sábanas por doblar.

-Y es guapo -continúa.

-¿Has venido a fisgonear?¿O qué? -le interrumpo.

Y entonces ella agarra el pomo de la puerta, ahora sí parece que se va a marchar, así, sin quitarse tu pijama, con su ropa en el bolso.

-Tu también tendrás que tirar de la cadena  -le digo-. Y en tu caso, cuanto antes lo hagas, mejor.

Ella asiente con la cabeza:

-Te traeré tierra. Para la pecera.

Ya no voy a escribirte más cartas, Carlos. Esta es la última, esta vez te lo juro: te juro que no voy a escribirte más. ¿Sabes? Me he quedado mirando cómo se alejaba Elena  por el pasillo, a través de la mirilla. Bajaba las escaleras arrastrando los bajos de tu pijama, rozando con los dedos el pasamano, sin importarle toda la porquería que pueda llevarse. Sé que no me va a traer la tierra, no va a volver, ¿por qué iba a hacerlo? Mejor, la tierra mancha, no quiero tener tierra en la moqueta durante meses, durante años o para siempre. Mejor así. Ha bajado las escaleras del piso, ha girado en la esquina y luego se ha escurrido. Mejor así.

3 Respuestas a “Últimos Premios Chéveres

  1. Muy bueno. Bien escrito. Con el aderezado justo de mordacidad para tratar las miserias de cada día sin que estas se nos atraganten. Creo muchos nos sentimos identificados al leerlo o al menos pensamos que nuestros pensamientos no son tan disparatados. Inusual perspicacia para ahondar tan profundamente en tantos temas con tan pocas palabras…

  2. Pingback: El Tótem | Literatura Chévere, una revista literaria del grupo Los chéveres Bárbara Gil·

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