¿Qué pasaría si…?

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Por Adolfo Iglesias

Por Adolfo Iglesias

La casa inaudita

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Los ojos de la valkiria se pusieron muy oscuros, verde cazador. Mientras lo hacían, con el borboteo efervescente del vaso en la mesilla, él pensó: quizás, si consigo hacerla disfrutar, si estoy fantástico y este polvo es inolvidable, querrá repetir. La recuperaré. Ella no le miraba a la cara. No parecía sentir ni padecer. Acelero, a ver si así. Las esmeraldas desaparecen bajo los párpados, ella aprieta los labios, un resoplido que se escapa… y una sonrisa… Ahora es la valkiria la que acelera… y los faros verdes vuelven a iluminarle: mírame, mírame. Sonriendo, con ojos muy abiertos, gemas vidriosas verde vivo, que él esquiva, cierra piernas y brazos, atrapándole, busca sus ojos marrón vulgar: no tienes sitio donde esconderte, sus máquinas están por todas partes. Fuego verde y esta sonrisa blanca y este regalo. Y él tanto agradar, tanto comprender, tanto sonreír. Acelera más que ella…
—¡Y ahí me corro y ella afloja con cara de kiwi y me pongo en pie de un salto! ¡JÁ! Digo: me voy a dar un paseo y… ¡NO VUELVO! ¡JÁ! ¡AÚN QUEDABA MEDIA PASTILLA EN EL VASO! —El viejo se tambalea como espantapájaros mal amarrado al viento, da palmadas sin fuerza, las manos medio muertas, los hombros encogidos, la cabeza descoyuntada, entre risas forzadísimas—. ¡JÁ, JÁ y JÁ! ¡La dejé yo antes que ella a mí! ¿Qué te parece, técnico? ¡Con un palmo de narices! ¡Plantada en la casa inaudita, mirando al techo a punto de tener su primer orgasmo! ¡Ideas aplicadas, técnico! ¡Evolución!
Las gemas sangran, el mar clorofílico se desborda y arrastra el rímel. Ríos de densa sangre verde alga esculpen el mapa de las mejillas de la valkiria. Apoyada en los codos. Las piernas abiertas. Él da un paso atrás, luego otro, y cierra los ojos y tantea su huida hacia la puerta, tropezando con los cables en el suelo y arrastrando máquinas y lámparas y muebles, y tirándolo todo y cayendo él también contra el suelo, una y otra vez, los pies enredados, una mano siguiendo los pasos de la otra por la pared en un movimiento salamandril, perdido en el laberinto de la casa inaudita, arrastrando consigo las máquinas muertas. El vaso borboteando.
El viejo se atraganta y tose, se agarra el estómago y emite sonidos guturales. Siempre intentando seguir aplaudiéndose a sí mismo. El técnico se muerde el labio inferior. Frunce una ceja. No deja de martillear. El viejo escupe. Se limpia con la manga de la camisa. Respira profundamente.
—No pasa nada —dice—. No éramos el uno para el otro. Ya no me duelen los recuerdos. Soy un hombre adulto.
Chasquea la lengua y con la punta del zapato se pone a hacer dibujos sin sentido en la arena. La mirada perdida, la boca medio abierta, a punto de babear.
—La chaqueta del abuelo me la fue arrancando del cuerpo el viento, poco a poco, mientras reconstruía esta casa una y otra vez.
El técnico da un martillazo. Guarda la herramienta y cierra la caja.

IV
El viejo entrecierra los ojos. Contra el fondo violeta del cielo, la casa es una mancha brillante amarrada por cuerdas desde el suelo hasta el pararrayos en el centro del tejado, ahora ambas aguas uniformes…
…sin parches al viento, toda remachadita. No se escuchan estiramientos de madera o torsión de clavos. Las ventanas tienen cristal, ¿de dónde ha salido? Las paredes recién pintadas… ¿le quedaba a él tanta pintura? Un blanco demasiado brillante.
Las contraventanas no se corresponden con este tamaño de ventana y no se pueden ni cerrar ni abrir del todo, quedan ahí, balanceándose al son del aire, como un ahorcado. Aún se adivina el modelo original. La incongruencia irreparable.
—No está mal…
El técnico resopla contrariado. Toca la pantalla de su teléfono y este emite un sonido de baja frecuencia y una vibración sorda. El viejo señala el aparato, se dispone a exigir una explicación, pero no le da tiempo.
—Se está reiniciando, lo que nos da diez segundos. —El técnico se cala bien la gorra, mirando por el rabillo del ojo hacia el cielo, parece que lo que le molesta no es el sol en los ojos, sino en los labios. La visera proyecta ahora su sombra sobre la boca—. Escúcheme usted a mí ahora y no interrumpa. Le he mentido, en JaiperNet no está todo. Las casas hay que vivirlas y esa experiencia es intransferible, porque no es individual, sino construida con el intercambio de sensaciones de como mínimo dos personas, a través de emisores y receptores exclusivamente humanos. Las sensibilidades se complementan.
—No te entiendo una mierda, técnico.
El súperesmarfón vibra de nuevo y un punto de luz surge en el centro de la pantalla y se desplaza dibujando una espiral.
—A ver. Cuatro ojos ven más que dos. Lo que uno no capta, lo ve el otro y la información se intercambia cuando se sintonizan picos y valles de ambas ondas mentales.
—Para eso háblame en saiberjerga, va a ser lo mismo.
A lo largo de la espiral emergen otros puntos luminosos, estrellas que la convierten en galaxia. Con una nueva vibración se inicia su giro.
El técnico cierra el puño y enseña los dientes. Toma aire.
—La sintonización acontece así.
El técnico agarra al viejo por la nuca y le besa en la boca. Solo separan los labios cuando la galaxia estalla en una cadena de supernovas que encienden la pantalla y un bip da paso al requerimiento de la contraseña, un tic tac cada vez más rápido y a mayor volumen. El técnico utiliza los dedos de las dos manos para introducir a gran velocidad una larga serie de caracteres. Cuando acaba, el aparato emite un trino de pájaro acompañado de flauta y la luz parpadeante vuelve a la vida. El técnico suelta aire, se le hinchan los carrillos por un momento. Mira al viejo, y por el rabillo del ojo arriba, a los cielos.
Una ligera brisa levanta un poco de arena en el recibidor. Los pañuelos de colores en las cuerdas, a la altura de cabeza y rodillas, hacen flip flap flipflipflap flipflipflapflipflipflapflipflipflap y ya no dejan de ondear. La luz se mitiga hasta su justo punto, como filtrada por papel cebolla, y los brillos que tornaban madera en plástico, en jambas y marcos, se descomponen en gamas de colores suaves. Donde había flores muertas hay añiles y rosas y fragancias nuevas y zumbidos de insecto.
Dentro surgen borrosos centelleos, imprecisos resplandores y difusos brillos, vagos fulgores, indefinidos chispeos, dudosas irradiaciones y desvanecidos destellos amarillos, hogueras en el suelo de una caverna. El exterior se ennegrece.
Zumbidos eléctricos casi inaudibles. Tele, radio, ordenador, lámparas, radiadores. Aire caliente acumulado. Paño en la boca, los sentidos en constante tensión, cansancio crónico. Nadie por aquí. Silencio absoluto, la voz en la cabeza. Las ventanas se abren de golpe. El viento agita cortinas nuevas color crema. Peces metálicos colgados de hilos blancos tintinean en el techo. Las páginas de una revista se suceden unas a otras hasta llegar a la última, a cámara rápida, y la revista cae al suelo desde el puf de cuero blanco desnutrido. El oxígeno es otra fragancia nueva.
…el tubo fluorescente mataba sombras y profundidades y volúmenes y colores, ahora lámparas pequeñitas en cada rincón dibujan óvalos en la pared y círculos en el techo…
…las persianas a media altura proyectan sobre las paredes, cada una de un color, un patrón de circulitos naranjas que serán blancos con el sol en su cénit. La mezcla tinta la casa, naranja y rojo da púrpura, naranja y amarillo da salmón, naranja y azul da café. Trazas de polvo cogen luz y bailan, partículas flotantes centellean con mil matices, auroras boreales silban en un salón a media luz. La Naturaleza Muerta es un caleidoscopio, la Marina Nocturna inflama una esquinita, descube un paragüero oxidado con motivos cinegéticos. No existe la penumbra, espacio para la duda, qué grande es esto. En el lado más estrecho junto a la puerta no tienes que esquivar hojas puntiagudas, el tiesto ha cambiado su lugar con el perchero que disfrutaba demasiado fondo de pared para lo poca cosa que es. También la alacena barnizada en su nueva ubicación está mejor, llena completamente la pared del pasillo junto a la habitación, su solidez no se cierne amenazante sobre ti al pasar a su lado.
Chup chup chup algo al fuego en la cocina y la radio muy alta, molesta, mezclándose con la tele. Cacharros aún húmedos en el escurridor, mal lavados, con espuma, un plato en la pila por limpiar, una taza vacía, humeante. Vaho en el espejo del baño, trazos, huellas de dedos cruzando su mitad superior de derecha a izquierda, curvas superpuestas, arco iris desordenado, empeño de prolongar el apurado. Las colchas de la cama revueltas, el armario entreabierto, un cajón mal cerrado, sobresale una prenda amarilla.
La chimenea en marcha, el atizador todavía apoyado en el escalón de granito, atrayente, brasas acumuladas, troncos nuevos. Uno de ellos en una posición peligrosa, cuando la mitad incandescente se deshaga, la otra caerá fuera, arrastrando consigo rescoldos, provocará un incendio. La alfombra un poco fuera de su posición original, desplazada por un tropiezo, qué peligrosas son cuando una esquina queda levantada. La tele encendida, nadie viéndola, el mando a distancia sobre el brazo del sofá. Una mesita para dejar la bebida, un banquito para los pies, las distancias perfectas, las medidas justas, puedes descansar el brazo sobre unos hombros afectuosos, tener una conversación.
Los aparatos electrónicos han desaparecido, hay donde sentarse, puedes extender los brazos sin chocar con nada.
Hay plantitas arrugadas en el alféizar, sobre la lavadora y el microondas, y en las esquinas. Tanta agua tan cerca.
Esas ventanas abiertas y la caldera en marcha.
Una columna central en el salón soporta la casa. Hoy un tornado no se la lleva.
El viejo siente un escalofrío en los hombros y la urgencia de encerrarse dentro y apostarse en las ventanas con la escopeta en la mano. Comprueba que a la espalda sigue teniendo tan solo el campo inhóspito.
Hace un gesto al técnico.
—¿Vienes dentro o qué?
Mirando al viejo a los ojos, el técnico dice:
—Mañana me iré.
El viejo busca su arma, a un lado y el otro. Pregunta por ella. El técnico no la ha visto.

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